miércoles, abril 24, 2024
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[OPINIÓN] Brasil, un espejo incómodo para el país

Por Norma Morandini, directora del Observatorio de Derechos Humanos del Senado

Hubo tiempos en los que Brasil se miraba en el espejo argentino. No precisamente para imitarnos, sino para amenazarse con el futuro si cometían nuestros errores económicos. Eran los tiempos, también, de intelectuales de prestigio como el sociólogo Helio Jaguaribe, que admiraba a nuestro país, veía a Buenos Aires como la París sudamericana, “culta y politizada”, y decía: “Los argentinos están condenados al éxito”, el verdadero autor de una frase que solo se puede decir por cortesía.

Antes que mirarnos en el espejo del vecino y, como en un acertijo, buscar al Bolsonaro de la Argentina, vale tratar de entender qué sucedió en Brasil, con un excapitán del ejército que pasó más años en la Cámara de Diputados que en los cuarteles, al punto de haber creado una familia de profesionales de la política, sobre cuyos hijos diputados ya se ironiza que son los “Kardashian” de Brasil.

“Aquí no soy nadie”, dijo Bolsonaro alguna vez en el plenario. En 2017, pretendió presidir la Cámara de diputados; de 500 votos posibles consiguió solo cuatro. A pesar de que tampoco los generales lo consideraban un buen militar, vieron en Bolsonaro la oportunidad de un soldado político en un momento de gran calamidad por causa de la corrupción y el desastre económico dejados por el Partido de los Trabajadores.

En Brasil, los militares nunca dejaron de tener influencia política. Inauguraron los golpes de Estado en la región. Los únicos que con los años institucionalizaron el régimen militar como sistema político. Mantuvieron el Parlamento abierto en una ficción democrática con dos partidos creados por decreto. Las justificaciones del golpe fueron en todos los países las mismas: combatir el comunismo, las organizaciones armadas y la subversión, pero la represión se hizo de manera diferente con resultados opuestos.

 

Como advirtió la filósofa política Hannah Arendt, la fabricación de cadáveres no se puede analizar con categorías políticas. Cuando se gobierna sobre muertos no se puede hablar de logros políticos. A la hora de la restauración democrática, lo que domina es la relación con el pasado. En Brasil, fueron los mismos militares quienes comandaron la democratización; los exiliados regresaron como héroes y muchos de ellos se convirtieron en figuras destacadas, como el sociólogo Fernando Henrique, teórico de la dependencia de los años 70, y quien llegó más lejos al convertirse en presidente de Brasil.

Una exguerrillera llegó a ser la primera mujer presidente, Dilma Rousseff; pero ella, lejos de reivindicar su pasado, decía: “El sistema democrático es el que permite que una expresa política llegue a la presidencia”. De modo que en Brasil se amnistió la violencia política, los militares no fueron juzgados y la verdadera revolución democrática fue que en el país más desigual del continente, con una tradición imperial, gobernado históricamente por una elite social y cultural, hubiera llegado a la presidencia Luiz Inacio da Silva, Lula, un operario de las automotrices, líder sindical, nordestino, parte de esos migrantes pobres atraídos a San Pablo por el “milagro” económico cuando el país crecía a tasas chinas, que venció las resistencias de los poderosos cuando prometió públicamente continuar con las mismas políticas económicas.

Ni Lula ni Dilma metieron mano en las currículas de las academias militares, pero encararon una profunda democratización social para garantizar derechos a sectores tradicionalmente discriminados, como los negros, especialmente las mujeres, y los indios. En Brasil, los derechos humanos no remiten a la represión militar, sino a los derechos democráticos que legitimaron la participación de la sociedad civil, sobre todo en las cuestiones ambientales y el acceso a la educación. Una profunda democratización cultural que incluye a los mismísimos militares. En estos días de estreno de gobierno, fueron los ministros militares los que más prometieron respetar a la prensa como el pilar democrático, y se mostraron menos beligerantes que algunos civiles.

Si no se entiende la excepcionalidad histórica de Lula, un hombre del pueblo, la defraudación por la corrupción que lo llevó a la prisión, el fracaso político del PT y la soberbia de los que humillan en nombre de las grandes causas, mal se comprende que los mismos sectores que ayer se sentían representados por Lula hayan votado por Jair Bolsonaro, su contracara ideológica y religiosa. En cuanto a la Iglesia Católica, que inicialmente apoyó el golpe militar y a las primeras denuncias de torturas se convirtió en una opositora del régimen, fue la mentora de Lula, especialmente la Teología de la Liberación, que invoca a Dios para combatir la injusticia social. Jair Bolsonaro, cuyo nombre completo es Jair Messias, siendo católico se volcó a las iglesias evangélicas que han ido desplazando a la Iglesia Católica, e invocan a Dios para meter miedo. En lugar de alquilar los espacios televisivos como sucede en nuestro país, en Brasil ya son dueños de la popular Red Record, la principal propagandista de Bolsonaro, y los pastores electrónicos que asustan con Satanás y prometen amores y prosperidad.

Mirar Brasil con ojos argentinos puede ser una gran tentación, pero no para imaginar el futuro, sino para reconocernos en el pasado reciente. Nosotros ya tuvimos todo aquello con lo que en Brasil atemoriza Bolsonaro: las descalificaciones ideológicas, el patrullaje sobre las expresiones verbales, los llamados escraches que en realidad son persecuciones, las restricciones a la prensa, la violencia verbal, las humillaciones mediáticas, la intolerancia. No importa si se invoca a Dios o a la Patria, porque a derecha o a izquierda delatan el desprecio a la democracia como el sistema del respeto y la convivencia pacífica.

Nos gusta vernos como una vanguardia regional; ¿no será que en realidad porque quedamos atrás parecemos primeros? Lo seremos realmente si en momentos en los que la democracia aparece en riesgo por las concepciones populistas finalmente los argentinos miremos hacia adelante y consolidemos lo que nos debemos: un sistema de libertades y derechos para consagrar una democracia decente y encarar el combate contra lo que realmente la invalida, que es la pobreza.

[Nota publicada en la edición de hoy del diario La Nación]

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